domingo, 16 de agosto de 2020

Edith Vera: “La niña de espuma y oro”

 Marcela Alejandra Amèzaga

 

Hay obras que trascienden en el tiempo y el espacio, a pesar de los cambios de la humanidad. Obras que persisten en la memoria de una región, de un pueblo y en el gusto de los lectores, marcan un camino diferente o amplían el universo conocido surgiendo como un milagro, con una nueva manera de ver las cosas.

Es el caso de Edith Vera, nacida un 27 de agosto de 1925 en Villa María, Córdoba. Murió en esa misma ciudad en el año 2003. La llamaban “La maga” “La hechicera “quizás por ese misterio que encerraba su vida, su evolución.

Con una existencia plagada de misterios y problemáticas, recuerda su infancia, a sus abuelos, y pinta la naturaleza circundante con su paleta de colores locales. La mudez en la infancia (dicen que no hablaba) se transformó en la voz poética que trasciende y conmueve a los lectores de todas las edades. Con una relación materna conflictiva, ella supo darle un toque de alegría al usar siempre flores en sus cabellos, característica que todos los que la recuerdan resaltan como un sello.

Fue maestra de a caballo y” princesa de las naranjas”, llamada así por el poeta Marcelo Dughetti.

Pero vayamos a su obra poética. Con  “Las dos naranjas” ganó en 1960 el concurso de El Fondo Nacional de las Artes, obra que recién pudo publicar en el año 1969. Dividida en dos secciones “La naranja dorada” y “La naranja azul”, poemas para niños que hasta Violeta Parra elegía para leerles a sus nietos y cuyas ilustraciones hizo la misma Edith.

Diría la poeta: “las cosas me salen redonditas, como las naranjas”. Y así fue. Esta obra que circulaba por las aulas era una piedra preciosa para los niños.

“Cuando tomo la sopa de fideos,

Ésa que tiene a y b y c

Y tantas otras letras,

Me causa pena.

Es como si me alimentara

De palabras hermosas

Que pudieron ser dichas

Por el viento en las ramas

O por el humo de las hojas quemadas en otoño”

Ese “alimentarse de las palabras” para transformarlas en poemas, y la necesidad de escucharlas a través de la naturaleza es su marca.

“Esta caracola

Tiene muy adentro

Y se puede oír,

El canto que trajo

Consigo del mar,

Una ola.

¡Ay, ola! ¡Ay, ola!

¡Tan lejos del mar!”

El canto que trajo Edith Vera y que sale de las profundidades de su ser en forma de poemas, expresándose a través de lo sonoro, las onomatopeyas, la suspensión de lo semántico, las jitanjáforas;  en forma de canciones de cuna, conjuros, recetas, a veces sin rima; nostálgica y melancólica expresa lo efímero de la infancia, esa infancia en la que “la niña manzana “es una pasajera.

Uno percibe entonces, un libro dentro de un libro, una invitación a la lectura que es, a la vez, una invitación a viajar en el tiempo, a ese espacio-tiempo de Edith, de mañanas de sol, de patios lleno de hormigas, ranas y gatos, de herbarios y juguetes, de noches con luna y el arrullo de las olas del mar. A lo largo de las páginas,  se va construyendo un espacio-tiempo de la infancia, de sorpresa, de curiosa exploración de los olores, colores y sabores de la niñez. No es un libro ‘pensado’ para niños. Sin embargo, a lo largo del transcurrir de los poemas y las ilustraciones, ordenados en dos secciones (La Naranja Dorada y La Naranja Azul), se vuelve clara la presencia de una autora niña-poeta que nos invita a ver el mundo con sus ojos.

Su obra es una bisagra, antecedente de la literatura infantil en Argentina, una obra selecta diseminada que fue recopilada en cierta medida por Eduvim. Y a la vez sin ser un libro álbum, a la vez, lo es. La ambigüedad caracteriza a la poeta.

 

Maestra, música, directora de jardín de infantes, ilustradora de sus poemas. Pero sobre todo, y antes que nada, todas las biografías que pude leer la retratan sencilla, generosa, de convicciones fuertes y mirada sensible. Aquellos quienes tuvieron la suerte de conocerla y frecuentarla recuperan anécdotas, la retratan siempre con poemas en papeles sueltos en sus bolsillos, listos para volar. La veo en su casa, escribiendo esos papelitos para estar preparada en los encuentros fortuitos y poder ofrecer el obsequio-poema. La imagino niña-poeta-generosa de andar cansino y, según dicen, siempre con una flor en su peinado. Rastrear y bucear en su historia abre las puertas a una vida llena de claroscuros, su vida en Villa María, su casa, sus años de estudio y de docencia, la dictadura, los allanamientos y la discriminación que sufrió durante todos esos años, incluso después en años de democracia, su reclusión en su casa a la que ya no dejó entrar a nadie, su vida humilde y a la vez cargada de poesía. El cariño con el que todas esas biografías recuperan su voz, su vida y su obra.

Aquella ambigüedad propia de los seres humanos la hace una autora siempre vigente.

¿Quién es la Edith? ¿La niña de oro, la de espuma, la que baja a tierra o sube de ella?

La retahíla”, musicalizado por el grupo La Chicharra hace que su obra permanezca, perdure en la memoria de los lectores, teniendo siempre algo que decir, como expresaba Ítalo Calvino sobre los clásicos. A través de repeticiones, anáforas y preguntas retòricas.

“Mientras te canto la Retahíla.

 

En la tierra, la cebolla,

Duerme.

En el cajón, el hilo,

Duerme.

En el mar, un barquito,

Duerme.

¿Y tú no duermes?

En la plaza, la estatua

Duerme.

En su rincón, el grillo,

Duerme.

En el cielo, Saturno,

Duerme.

¿Y tú no duermes?

 

Duerme como el repollo en la quinta,

Como el lápiz en mi bolsillo,

Como el puntito sobre la i.

Duerme,

Duerme.

 

 

La sensibilidad de su poesía, su alma angustiada que se derrama en dos versiones sobre el papel, esa angustia existencial, quizás por la traición amorosa, se agiganta y expande en la angustia de la humanidad que clama por una “completud” del ser que se siente muchas veces desintegrado. Pero qué impacto tienen estos poemas en los niños es un interrogante que puede ser contestado sencillamente por una solo razón y es que la mirada de niño va más allá de la autorreferencialidad, quedándose con lo sonoro, los diminutivos, con las imágenes y los objetos cotidianos, sumados a la cadencia, las repeticiones, las dulces anáforas e intimistas preguntas al niño, a ese niño receptivo de su estética, de su juego.

 

Quizás estas dos versiones tengan que ver con la doble mirada niño-adulto:

Versión Primera

El cielo

Deja caer la lluvia celeste.

Y yo, miro triste

Cómo se moja mi sillita de madera

Bajo los árboles.”

 

 

 

“Versión Segunda

Un manto de hilos grises.

La tristeza del mundo, desmenuzada.

Campo de lavandas, que se disuelve.

Llueve y llueve.”

“La casa azul” es otra de sus obras escrita en 2001, cuando Edith estaba en un geriátrico y según Emanuel Molina es un hecho espiritual en el mundo. Ve la vida como un sustancioso panal a pesar del allanamiento sufrido en su casa y que hizo que muchos de sus escritos se perdieran. “Vamos viejo viento…no arrebates los colores de mi barrilete” pedía la autora.

Su vida repleta de sueños  y a los que ella consideraba sin sentido “La calabaza sueña que un hada la vuelve carroza y no pasa nada”

Su lenguaje sencillo la hace universal. “Con tanto poeta postmodernista por los jardines mis junquillos se han negado a florecer” remarca la sutileza y sencillez de su uso del lenguaje al que ella quizás tratara de descubrir en sus misterios a través de las cosas que la rodeaban: “Y la violeta, atisbo del origen de las cosas de las que se presiente su aroma”. Su estética literaria es exquisita, hace de lo cotidiano algo sublime y bello.

Esa universalidad en el tratamiento de los temas, en su lenguaje, hace que se pregunte sobre temas que no pasan de moda, que pueden ser leídos en todos los tiempos. Por ello su obra está siempre vigente. Las palabras no mueren o por lo menos Edith no encontró respuesta a esa pregunta: “Sombra del paraíso/ luz de la acacia/ ¿dónde muere la vida/de las palabras?”

La transmutación de las cosas en palabras, que es la esencia humana, lo que nos diferencia del resto de la creación aparece referida en “Palabra”, obra inédita de 1993 “A cambio de un pescado/ di una palabra”. Despojando a la realidad, poniéndola en un papel “mojo sus alas “para que no cambien su significado. La creación es eso para la poeta. La escritura se convierte entonces, en una especie de refugio del mundo, en un lugar en el que todo se conserva por y para siempre. Por este motivo,  cómo no plantearnos la inmortalidad y vigencia de la escritora.

En “Láricas”, también inédita (1994) ve a los niños como seres divinos, mágicos. “Todo jardín/ tiene caminos secretos/ por donde solo andan los niños./ Porque solo ellos saben / exacto/ cuando es posible escuchar la palabra margarita/ o el silencio del caracol.” Esos niños que no dejarán nunca de serlos.

“Cuando los pájaros se bañan son pájaros de agua” y cuando Vera escribe su escritura se vuelve un clásico, para ser leída siempre. Leer la “punta del iceberg”, como decía ella refiriéndose a todos los escritos que se perdieron en allanamiento de su casa, implica degustar esta poesía exquisita, sutil y sencilla que nos sumerge en colores, olores, sensaciones.

La poeta de la indecisión, de la dicotomía propia del ser, hace que cualquiera se sienta identificado, y aunque muchos poemas no fueran escritos para niños, ellos descubren el camino, e interpretan aquello que quizás los adultos vean con otra mirada, y quizás muchos apelen a su niño interior, despierten de la adultez pasajera para validar a esta autora cordobesa que tiene su sello personal y a la vez nos hace sentir reflejados con su magia poética, que es tan necesaria en el mundo.

Sus cuentos, “Ratita gris y ratita azul”, “Un cuento para chicos” “UN explorador de palabras” “El herbolario”, “De cómo es posible ver las cosas que nunca se vieron y hacer cosas que nunca se hicieron”, “Tres cuentos en tres nidos”, “Cuento que cabe en el nido de un picaflor”…

En el primer cuento mencionado, las dos ratitas tienen miradas diferentes de la realidad y esa mirada diferente tiene sus consecuencias. Las miradas realistas de los adultos y las miradas de los niños que hacen que lo imposible se haga posible, esa actitud mágica que transforman una rama en una espada, esas miradas se dan en este cuento.

La ratita gris, es esa mirada opacada de la vida, ese sentido de la fugacidad con la que vive el adulto, contrapuesta a la forma de ver y percibir el mundo de la ratita azul, color del ensueño, de la creación poética. Esta ratita es más lerda, más lenta, eso le permite disfrutar, escuchar, ella ve todo rosado, quizás el color del amor que da vida, esa vida que Edith no pudo dar ya que no pudo tener descendencia, y que sí lo puede hacer un simple gorrión. Por él tuvo que cruzar el maizal, traspasar esa frontera, para llevar al pichón a su casa. Ese logro da felicidad, los teros lo saludan, es la naturaleza con su alegría que llena la vida de Edith, y la flor de trébol en su oreja como las flores que ella se ponía y que transmitían alegría.

El ser y parecer, la universalidad del tema nuevamente presente, expresado de una forma sencilla a través de la narrativa manifiesta ese goce estético que le permiten a Vera ser una de las mujeres escritoras instaladas en nuestra cultura, arraigada en nuestra tierra.

Edith Vera define, a través de sus creaciones y de su bagaje cultural la condición del hombre-niño en todos sus aspectos. Con su poeticidad, su valor estético, su llegada a la sensibilidad de los lectores. Su humanidad que es nuestra humanidad, con sus dicotomías, contradicciones propias del ser hacen que se siga leyendo a través del tiempo.

Sus temas son universales, el dolor, el amor, la muerte, el miedo, el ser y el destino. Y como dijo Saint-Beuve “Los clásicos se ven para entender quiénes somos y adonde hemos llegado”. Edith Vera ha llegado para eso, como le refirió a Marta Parodi (autora de su biografía), no vino por ella, vino por la casa, esa casa a la que solo ella entraba. Vino por esa casa y vino para quedarse, no en una simple lista de autoras de literatura infantil como tantas, sino como un refugio en el que los niños y adultos encuentran la calidez del encuentro. Esa es la casa, es ella misma, su obra, su legado.

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