Marcela Alejandra Amèzaga
Hay obras que trascienden
en el tiempo y el espacio, a pesar de los cambios de la humanidad. Obras que persisten
en la memoria de una región, de un pueblo y en el gusto de los lectores, marcan
un camino diferente o amplían el universo conocido surgiendo como un milagro,
con una nueva manera de ver las cosas.
Es el caso de Edith Vera,
nacida un 27 de agosto de 1925 en Villa María, Córdoba. Murió en esa misma
ciudad en el año 2003. La llamaban “La maga” “La hechicera “quizás por ese
misterio que encerraba su vida, su evolución.
Con una existencia
plagada de misterios y problemáticas, recuerda su infancia, a sus abuelos, y
pinta la naturaleza circundante con su paleta de colores locales. La mudez en
la infancia (dicen que no hablaba) se transformó en la voz poética que
trasciende y conmueve a los lectores de todas las edades. Con una relación
materna conflictiva, ella supo darle un toque de alegría al usar siempre flores
en sus cabellos, característica que todos los que la recuerdan resaltan como un
sello.
Fue maestra de a caballo
y” princesa de las naranjas”, llamada así por el poeta Marcelo Dughetti.
Pero vayamos a su obra
poética. Con “Las dos naranjas” ganó en 1960 el concurso de El Fondo Nacional de
las Artes, obra que recién pudo publicar en el año 1969. Dividida en dos
secciones “La naranja dorada” y “La naranja azul”, poemas para niños que hasta
Violeta Parra elegía para leerles a sus nietos y cuyas ilustraciones hizo la
misma Edith.
Diría la poeta: “las
cosas me salen redonditas, como las naranjas”. Y así fue. Esta obra que
circulaba por las aulas era una piedra preciosa para los niños.
“Cuando tomo la sopa de
fideos,
Ésa que tiene a y b y c
Y tantas otras letras,
Me causa pena.
Es como si me alimentara
De palabras hermosas
Que pudieron ser dichas
Por el viento en las
ramas
O por el humo de las
hojas quemadas en otoño”
Ese “alimentarse de las
palabras” para transformarlas en poemas, y la necesidad de escucharlas a través
de la naturaleza es su marca.
“Esta caracola
Tiene muy adentro
Y se puede oír,
El canto que trajo
Consigo del mar,
Una ola.
¡Ay, ola! ¡Ay, ola!
¡Tan lejos del mar!”
El canto que trajo Edith
Vera y que sale de las profundidades de su ser en forma de poemas, expresándose
a través de lo sonoro, las onomatopeyas, la suspensión de lo semántico, las
jitanjáforas; en forma de canciones de
cuna, conjuros, recetas, a veces sin rima; nostálgica y melancólica expresa lo
efímero de la infancia, esa infancia en la que “la niña manzana “es una pasajera.
Uno percibe entonces, un
libro dentro de un libro, una invitación a la lectura que es, a la vez, una
invitación a viajar en el tiempo, a ese espacio-tiempo de Edith, de mañanas de
sol, de patios lleno de hormigas, ranas y gatos, de herbarios y juguetes, de
noches con luna y el arrullo de las olas del mar. A lo largo de las páginas, se va construyendo un espacio-tiempo de la
infancia, de sorpresa, de curiosa exploración de los olores, colores y sabores
de la niñez. No es un libro ‘pensado’ para niños. Sin embargo, a lo largo del
transcurrir de los poemas y las ilustraciones, ordenados en dos secciones (La
Naranja Dorada y La Naranja Azul), se vuelve clara la presencia de una autora
niña-poeta que nos invita a ver el mundo con sus ojos.
Su obra es una bisagra,
antecedente de la literatura infantil en Argentina, una obra selecta diseminada
que fue recopilada en cierta medida por Eduvim. Y a la vez sin ser un libro
álbum, a la vez, lo es. La ambigüedad caracteriza a la poeta.
Maestra, música,
directora de jardín de infantes, ilustradora de sus poemas. Pero sobre todo, y
antes que nada, todas las biografías que pude leer la retratan sencilla,
generosa, de convicciones fuertes y mirada sensible. Aquellos quienes tuvieron
la suerte de conocerla y frecuentarla recuperan anécdotas, la retratan siempre
con poemas en papeles sueltos en sus bolsillos, listos para volar. La veo en su
casa, escribiendo esos papelitos para estar preparada en los encuentros
fortuitos y poder ofrecer el obsequio-poema. La imagino niña-poeta-generosa de
andar cansino y, según dicen, siempre con una flor en su peinado. Rastrear y
bucear en su historia abre las puertas a una vida llena de claroscuros, su vida
en Villa María, su casa, sus años de estudio y de docencia, la dictadura, los allanamientos
y la discriminación que sufrió durante todos esos años, incluso después en años
de democracia, su reclusión en su casa a la que ya no dejó entrar a nadie, su
vida humilde y a la vez cargada de poesía. El cariño con el que todas esas
biografías recuperan su voz, su vida y su obra.
Aquella ambigüedad propia
de los seres humanos la hace una autora siempre vigente.
¿Quién es la Edith? ¿La
niña de oro, la de espuma, la que baja a tierra o sube de ella?
“La retahíla”, musicalizado por el grupo La Chicharra hace que su
obra permanezca, perdure en la memoria de los lectores, teniendo siempre algo
que decir, como expresaba Ítalo Calvino sobre los clásicos. A través de
repeticiones, anáforas y preguntas retòricas.
“Mientras te canto la
Retahíla.
En la tierra, la cebolla,
Duerme.
En el cajón, el hilo,
Duerme.
En el mar, un barquito,
Duerme.
¿Y tú no duermes?
En la plaza, la estatua
Duerme.
En su rincón, el grillo,
Duerme.
En el cielo, Saturno,
Duerme.
¿Y tú no duermes?
Duerme como el repollo en
la quinta,
Como el lápiz en mi
bolsillo,
Como el puntito sobre la
i.
Duerme,
Duerme.
La sensibilidad de su
poesía, su alma angustiada que se derrama en dos versiones sobre el papel, esa
angustia existencial, quizás por la traición amorosa, se agiganta y expande en
la angustia de la humanidad que clama por una “completud” del ser que se siente
muchas veces desintegrado. Pero qué impacto tienen estos poemas en los niños es
un interrogante que puede ser contestado sencillamente por una solo razón y es
que la mirada de niño va más allá de la autorreferencialidad, quedándose con lo
sonoro, los diminutivos, con las imágenes y los objetos cotidianos, sumados a
la cadencia, las repeticiones, las dulces anáforas e intimistas preguntas al
niño, a ese niño receptivo de su estética, de su juego.
Quizás estas dos
versiones tengan que ver con la doble mirada niño-adulto:
“Versión Primera
El cielo
Deja caer la lluvia
celeste.
Y yo, miro triste
Cómo se moja mi sillita
de madera
Bajo los árboles.”
“Versión
Segunda
Un manto de hilos grises.
La tristeza del mundo,
desmenuzada.
Campo de lavandas, que se
disuelve.
Llueve y llueve.”
“La casa azul” es otra de
sus obras escrita en 2001, cuando Edith estaba en un geriátrico y según Emanuel
Molina es un hecho espiritual en el mundo. Ve la vida como un sustancioso panal
a pesar del allanamiento sufrido en su casa y que hizo que muchos de sus
escritos se perdieran. “Vamos viejo viento…no arrebates los colores de mi
barrilete” pedía la autora.
Su vida repleta de
sueños y a los que ella consideraba sin
sentido “La calabaza sueña que un hada la vuelve carroza y no pasa nada”
Su lenguaje sencillo la
hace universal. “Con tanto poeta postmodernista por los jardines mis junquillos
se han negado a florecer” remarca la sutileza y sencillez de su uso del
lenguaje al que ella quizás tratara de descubrir en sus misterios a través de
las cosas que la rodeaban: “Y la violeta, atisbo del origen de las cosas de las
que se presiente su aroma”. Su estética literaria es exquisita, hace de lo
cotidiano algo sublime y bello.
Esa universalidad en el
tratamiento de los temas, en su lenguaje, hace que se pregunte sobre temas que
no pasan de moda, que pueden ser leídos en todos los tiempos. Por ello su obra
está siempre vigente. Las palabras no mueren o por lo menos Edith no encontró
respuesta a esa pregunta: “Sombra del paraíso/ luz de la acacia/ ¿dónde muere
la vida/de las palabras?”
La transmutación de las
cosas en palabras, que es la esencia humana, lo que nos diferencia del resto de
la creación aparece referida en “Palabra”, obra inédita de 1993 “A cambio de un
pescado/ di una palabra”. Despojando a la realidad, poniéndola en un papel
“mojo sus alas “para que no cambien su significado. La creación es eso para la
poeta. La escritura se convierte entonces, en una especie de refugio del mundo,
en un lugar en el que todo se conserva por y para siempre. Por este motivo, cómo no plantearnos la inmortalidad y vigencia
de la escritora.
En “Láricas”, también
inédita (1994) ve a los niños como seres divinos, mágicos. “Todo jardín/ tiene
caminos secretos/ por donde solo andan los niños./ Porque solo ellos saben /
exacto/ cuando es posible escuchar la palabra margarita/ o el silencio del
caracol.” Esos niños que no dejarán nunca de serlos.
“Cuando los pájaros se
bañan son pájaros de agua” y cuando Vera escribe su escritura se vuelve un
clásico, para ser leída siempre.
Leer la “punta del iceberg”, como decía ella refiriéndose a todos los escritos
que se perdieron en allanamiento de su casa, implica degustar esta poesía
exquisita, sutil y sencilla que nos sumerge en colores, olores, sensaciones.
La poeta de la
indecisión, de la dicotomía propia del ser, hace que cualquiera se sienta
identificado, y aunque muchos poemas no fueran escritos para niños, ellos
descubren el camino, e interpretan aquello que quizás los adultos vean con otra
mirada, y quizás muchos apelen a su niño interior, despierten de la adultez
pasajera para validar a esta autora cordobesa que tiene su sello personal y a
la vez nos hace sentir reflejados con su magia poética, que es tan necesaria en
el mundo.
Sus cuentos, “Ratita gris
y ratita azul”, “Un cuento para chicos” “UN explorador de palabras” “El
herbolario”, “De cómo es posible ver las cosas que nunca se vieron y hacer
cosas que nunca se hicieron”, “Tres cuentos en tres nidos”, “Cuento que cabe en
el nido de un picaflor”…
En el primer cuento
mencionado, las dos ratitas tienen miradas diferentes de la realidad y esa
mirada diferente tiene sus consecuencias. Las miradas realistas de los adultos
y las miradas de los niños que hacen que lo imposible se haga posible, esa
actitud mágica que transforman una rama en una espada, esas miradas se dan en
este cuento.
La ratita gris, es esa
mirada opacada de la vida, ese sentido de la fugacidad con la que vive el
adulto, contrapuesta a la forma de ver y percibir el mundo de la ratita azul,
color del ensueño, de la creación poética. Esta ratita es más lerda, más lenta,
eso le permite disfrutar, escuchar, ella ve todo rosado, quizás el color del
amor que da vida, esa vida que Edith no pudo dar ya que no pudo tener
descendencia, y que sí lo puede hacer un simple gorrión. Por él tuvo que cruzar
el maizal, traspasar esa frontera, para llevar al pichón a su casa. Ese logro
da felicidad, los teros lo saludan, es la naturaleza con su alegría que llena
la vida de Edith, y la flor de trébol en su oreja como las flores que ella se
ponía y que transmitían alegría.
El ser y parecer, la
universalidad del tema nuevamente presente, expresado de una forma sencilla a
través de la narrativa manifiesta ese goce estético que le permiten a Vera ser
una de las mujeres escritoras instaladas en nuestra cultura, arraigada en
nuestra tierra.
Edith Vera define, a
través de sus creaciones y de su bagaje cultural la condición del hombre-niño
en todos sus aspectos. Con su poeticidad, su valor estético, su llegada a la
sensibilidad de los lectores. Su humanidad que es nuestra humanidad, con sus
dicotomías, contradicciones propias del ser hacen que se siga leyendo a través
del tiempo.
Sus temas son universales,
el dolor, el amor, la muerte, el miedo, el ser y el destino. Y como dijo
Saint-Beuve “Los clásicos se ven para entender quiénes somos y adonde hemos
llegado”. Edith Vera ha llegado para eso, como le refirió a Marta Parodi
(autora de su biografía), no vino por ella, vino por la casa, esa casa a la que
solo ella entraba. Vino por esa casa y vino para quedarse, no en una simple
lista de autoras de literatura infantil como tantas, sino como un refugio en el
que los niños y adultos encuentran la calidez del encuentro. Esa es la casa, es
ella misma, su obra, su legado.
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