Conócete a tí mismo. De profundis. Por Alejandro N. García


Diplomatura en Literatura Infantil y Juvenil  -S.A.D.E. y U. N. de Villa María / Córdoba-

Trabajo Final de la Diplomatura – 15 de Diciembre de 2021  / Tema: Análisis crítico de “La caracola y los sortilegios”, nouvelle de Emil García Cabot  / “Conócete a ti mismo” – De profundis -


 Alejandro Nicolás García


Conócete a ti mismo

 - De profundis -


En la playa, un gato negro

se encontró con un corderito.

Luego vino una gaviota

con un sábalo en el pico.

El gato le robo las plumas

y la gaviota lo picoteó.

Con el pico lleno de pelos,

la gaviota se voló.


“Su ´Ooooh´ se parecía al de una lejana rompiente de mar, y yo estaba ansioso por saber que quería decir ese profundo eco que ahora me subyugaba como si alguien lo hubiese metido allí a sabiendas de que, pese a la gran abertura de la caracola, no podría salirse nunca y, por lo tanto, estaba condenado a resonar eternamente en su interior, igual que ciertas voces y sonidos que a uno se le pegan al  oído para toda la vida…”

  Acerco la caracola al oído; su silencio devela un abismo, el mío. 

  Cuenta la sabiduría oriental –siempre la leyenda- que alberga, en el espacio creado entre sus extremos, al vaivén de la mente cósmica: Yo soy Aquello, o mejor, Aquello como yo soy. El vacío se mece eterno, profundo como el océano. Y en una mano late la posibilidad de escucharlo. 

  Acerco la caracola a mi oído. Al fondo, la voz inconfundible de Las mil y una noches habla el verbo perdido, idioma extraviado por los constructores de Babel; puede olerse el perfume en los pasillos atestados de especias, vislumbrarse el escape urdido por Hansel y Gretl, adivinarse la figura de “un señor amarillo, panzudo y pelado” quien, meditando junto a un viejo pescador de hombres, lanza su espinel atado a un barquito de vela en dirección a la luz. ¿Qué importancia tiene el resultado? ¿Cuál es la medida del  éxito? “La pesca siempre da sorpresas”.

  Acerco la caracola al oído. Mi nave, azotada por el viento -¡qué digo la mía, cualquiera!-, avanza entre la bruma protegiendo un secreto. A lo lejos, en un sitio improbable donde se tejen los sueños, resuena el eco de la infancia, y soy (somos) un rapsoda en el Argos, navegando -siempre navegando- las aguas de ese océano inabarcable, que bien puede tratarse de la costa o circunscribirse a cuatro paredes de una pelopincho, un puñado de charcos amontonados sobre cualquier ciudad del planeta o zanjas en cualquier barrio argentino. ¡Hasta una palangana puede rugir inmortalidad! Tal vez ahí se esconda parte del secreto, del éxito: “construir una escalera al cielo, con un príncipe o un vagabundo”.   

  El barco, decía, avanza hacia la larga orilla del recuerdo, confín donde el mundo se disuelve, último horizonte resguardando al imposible, yaciendo en el rigor del silencio. Y más allá la baliza, el roquedal…

  Es la hora. Abro el libro. Debo –debemos- volver. Sin embargo el sortilegio congela el tiempo -guardado por algún pícaro “relojero”- y, mucho más allá, se hace posible recorrerlo en forma de memoria; etéreo, recrearlo, rescatar el ejemplo de quienes nos han llevado de la mano al plus ultra de la vida, enseñándonos aquel lugar “donde se puede saber muy bien lo que son el agua y la arena, el sol y la sombra”, tan lejos, que transmuta en risas los sinsabores compartidos, y las lágrimas en sal, espalda con espalda, corazón con corazón. 

  Desnudo sobre el viento me arrojo en manos del conjuro. Lo conozco. Aunque la vida es compleja, no debería coronarse de espinas; prefiero concebir al Maestro de Nazaret silencioso, con una sonrisa pacífica de cara al mar, en pie recibiendo al “chico del sábalo” o ayudando a su hija a subir las primeras rocas -más empinadas y peligrosas-, con la satisfacción del deber cumplido. 

  La caracola y los sortilegios es, como susurra Graciela Cabal -autora de La Pandilla del ángel-  acerca de algunos libros ´infantojuveniles´, un amuleto. Acuerdo y agrego: un hilo, punta de ovillo en nuestras manos para sortear a salvo el laberinto -en particular el laberinto adolescente-. Y digo más: parafraseando a la Lic. Bertha Bilbao Richter, “en una sociedad en la que el advenimiento de la imagen fascina a las jóvenes generaciones, los buenos libros rescatan el patrimonio de saberes y valores, desempeñando un rol especial en la humanidad”. 

¡Y vaya si este ´hechizo´ de García Cabot cumple dicho rol! Intimo –de profundis, en el sentido etimológico del término- Emil es capaz de conjurar -de un plumazo- el total de las clases sociales, las cuales, sino tener casas, quizás hayan podido disfrutar de veranos similares a los de la historia. El camino a la conciencia abre la puerta del ayer nacional dulce, acerca familia, campo, arena y sal, deja la guardia baja metiéndose de lleno -como un cross, o mejor, una caricia- en el alma; caracolas, lagartijas, cortaderas, embrujos, misterios, la potencia de un caballo chapoteando por la orilla, el reflejo de la luna sobre el mar –esas noches de luna…-, hasta el vigor del primer ´amor´ sacuden el sentimiento, introduciendo valores, algunos (casi) olvidados: la importancia de las relaciones familiares, el rol mentor de los adultos, lo invaluable de los (buenos) amigos, la solidaridad, la relatividad en convenciones y pseudo valores materiales/sociales, la manifestación del Ser auténtico -incluso en las cosas-, capaz de discernir entre verdad e  ilusión, acechando ésta en forma de oscuras sombras amenazando oscurecer nuestra vida. 

  Así, el libro se convierte en una lectura de provecho y placer para el público en general, y una extraordinaria lectura juvenil en particular. Colmado de honda intertextualidad, imágenes poéticas exquisitas, una pizca de humor, amor y musicalidad, el contacto con la sensibilidad -¡no la pierdan jamás!- presente en la obra, lejos de estimularlos a endurecerse, templa el carácter. ¡En buena hora!: no parece recomendable el perfil del hombre que no llora, de mujer sumisa que resiste y no ríe. La magia reclama un nido en los corazones para siempre, fuego ardiendo, quemando respuestas secas, rígidas, muertas por dentro. El encanto, la Fe y la esperanza, o el recuerdo de aquellos mayores, faros en la memoria, serán lo que impida a estos brotes acabar pisoteados bajo el peso de obligaciones o el deber ser; muñecos tristes más que responsables, autómatas, en lugar de verdadera y radiante madurez.

  En esta preciosa nouvelle de aventuras, dentro del athanor –él mismo, su casa, aquel paraje, este libro-, Leonardo –´valiente como un león´- transmutará plomo en oro aunque, cuidado, no hago referencia al oro vulgar -ese nunca fue el nuestro-, sino aquel albergando -en un lugar seguro, sagrado del corazón- al niño/a/hombre/mujer que -si el viento sopla del sitio indicado- nunca dejaremos de ser. Y en aquella casa de la playa, nuestro resuelto personaje –y por qué no, nosotros- descubriremos, enrollada, la existencia entera. 

  El ´campo de batalla´ es delimitado desde el comienzo: el cosmos/el hombre. Referencias al océano, astros, satélites y sus ciclos, constelaciones, puntos cardinales, la naturaleza, hablan, gritan acerca del universo en general -y el de Leonardo en particular-. Como dicen el abuelo y el prólogo del autor, “descubrí como en lo más pequeño está escondido lo inconmensurable”. Cual columnas de una escenografía, oscilaremos entre la misteriosa estancia La Miralejos –esa de “aquella gente” sangre azul, tanto que acostumbra resguardarse del sol todo el tiempo- y su propietario, Don Ramón, pasando por Javier -el puestero- hasta el pueblo, arribando finalmente a una solitaria casa en la costa, la cual bien puede referir a la construcción como al propio Leonardo, aunque no sepamos nunca si es propiedad del abuelo, Tío Juancho o del mismísimo Don Ramón. Y más allá el mar, infranqueable guardián de los secretos; arena, hogar ideal para un maestro/pescador o, hacia dentro, monte de Tamarindos –graves, imponentes, asociados a espíritus y genios-, sitio perfecto para una aprendiz de hechicera, su precaria choza de barro y la tía (´bruja´).

 Si bien el relato aparenta girar –y gira- en torno a sucesos típicos de una casa sobre la playa -presuntamente a principios del siglo XX-, desde el comienzo -lejos de lo literal o meramente estético- resulta sugestiva la elección escénica; desértico, alejado del mundo, sumado a la repentina contracción de la presencia familiar -trascendente a la finalidad hermética-, y más allá del –muchas veces duro- pasaje adolescencia/adultez, el paraje da cuenta de una obra sobre el ´viaje del alma´. Hay dos situaciones iniciales, indicios de este abordaje: la familia recibe una segunda carta; se deduce una primera a la cual luego no se refiere. Más allá de ser posible suponer una temática respecto a la ausencia de algunos familiares –luego serán más-: ¿Puede sugerirse el llamado al viaje del héroe –Joseph Campbell- o más, el de Dios, en ella? Además, la enfermedad de su tío -desencadenando la ausencia de su principal compañero de correrías- junto a la imposibilidad que sus padres estén presentes hasta febrero, provoca, efectivamente, soledad desde el principio, empujando al protagonista hacia un recorrido interior. 

  El orden habitual de sucesos (infantiles) es trastocado irrevocablemente, funcionando a modo de puerta de entrada -según el filósofo y escritor Mircea Eliade, integrante del Círculo Eranos, del que fuera parte entre otros Carl Gustav Jung- al “tiempo mítico”; mito y ritual (sortilegio) son vehículos del eterno retorno y exigen una consagración -aquí vemos esencial la aparición de Celeste, un motivo a la seriedad de sus ´juegos´-.

  La caracola y los sortilegios es, por fin entonces, una novela iniciática; aventura interna de consecuencias externas, y viceversa, porque “como es adentro, es afuera”. Al igual que toda peripecia la novela contiene acción, suspenso y peligro, un toque de drama, magia -aunque no se trate de la fantástica habitual en estos días-, combustión interior, química de naturaleza superior, ubicando a Leo -y los suyos- lejos de los sopladores de botellas. Este encanto peculiar llevará al protagonista –y resto del elenco- al encuentro de diferentes caras de sí mismo; la reacción ante los conflictos juveniles, el contacto con la muerte y la finitud de las cosas, las luchas de interés, el amor y la fidelidad a lo que Es. Dentro del huevo alquímico –por qué no, del universal hasta el de un tero- al cual es introducido como si se tratase de una llamada divina –u obra y gracia del destino-, Leonardo quedará a expensas de los cambios propuestos por un verano diferente.  

  Decía, la soledad del protagonista es obligatoria. Sus primos -especialmente Fernando, aspecto marcial y lazo con la infancia pura- no podrán ir a la costa (aparentemente) esas vacaciones. Su papá, Mario, está enfermo; su afección es vinculada con el corazón. No habrá juegos de niños (varones) esa temporada, y si los hay, serán de perfil diferente. El carácter se forjará, hacia afuera, en plena intimidad con el mundo adulto, la naturaleza y dos familias: la suya y la de Don Ramón. Internamente, consigo mismo y todas aquellas figuras que le pertenecen, develando una parte de su propio ´genio´, fundamentalmente aquella cara del deseo –aspiración espiritual o pasión carnal- representada por Celeste. 

  Celeste, figura clave, Celeste, Soror Mystique, partenaire co-protagónico indispensable en el resultado de la obra -pese a ser una figura casi fantasmal- y gancho –viene a la mente su madre- en la articulación entre la historia personal y la grupal. Porque si bien el nudo de la historia sería Leonardo y su transformación identitaria, la polifonía -esos sonidos simultáneos, haciéndose presentes a través de los diversos actores hasta armonizarla por completo- presenta, no solo una multiplicidad de voces, sino de temas, alquimizados. Y vemos, como evento central, el contrapunto respecto a la casa y la situación generada entre estas tres familias: los Mora Aranguren, el abuelo y los suyos, más el pescador, Zoraida y sus hijos -entre ellos Celeste-, nietos de Aníbal. Así, creciendo en progresiones fractales los personajes, dando su visión particular sobre un mismo tema, exponiendo líneas de pensamiento independientes de otros narradores -sin perder la idea principal-, la novela se desliza entre uno y otro nudo con agilidad. Cada actor planta un mojón simbólico de interpretación del asunto medular, y funciona a modo de sucesivos “alter-ego”, ayudando al protagonista a crecer, diferenciarse; y si bien efectivamente existen como individuos -cada uno conserva su yoidad-, exhiben diferentes aspectos de la personalidad que este pequeño va cincelando en su curso –en el mejor de los casos- hacia la sabiduría. 

  ¿Y cuáles son sus compañeros en el camino? Encontraremos –no necesariamente en orden de importancia- numerosas figuras entrañables, sustanciales, irremplazables, entre ellos su abuelo como guía, seguridad y voz de la experiencia. Expeditivo cuando es necesario, siempre sabio, ciertamente paciente y compinche, con su cariño unido al respeto que suscita en Leonardo -mostrando límites, disciplina y responsabilidad-, este anciano lo llevará hasta la maduración de su verdadero deseo –“el que quiere Celeste…”-.  También -entre los fundamentales- hará aparición promediando la historia Fernando, su primo, otro partenaire insustituible: este delinea  el costado masculino, o mejor, cardinal –existe también en la mujer, desde ya-, agresivo, libidinal/auto-afirmante, inclinado a la acción, la competencia y la superación, desconfiado, ansioso, aunque de amistad incondicional: en cierto modo representa la pura voluntad personal de Leonardo, y asimismo la infancia llegando a su fin. Continuando dentro de los aprendices de brujo contemos a Diana, pequeña hermana de Fernan, a quien me resulta práctico abordar desde su etimología, ´pura´ -acorde a su corta edad-, ´inocente´, con un tono cercano a lo ´divino´; crédula, resultará imprescindible en el último sortilegio realizado por Celeste y aún desde su candidez, ella también crece. Es de una ternura exquisita leer su temor casi ancestral por la ´bruja´ y, pese a ello, expresar esa curiosidad infantil, la pasión por develar secretos, su insistencia en conocerla, las ideas que su cabecita elucubra al respecto.

 Hago un alto al referirme a Virginia/Celeste y su padre. Como mencionara, dos personajes axiales –junto a Leonardo, claro está- de la novela, aunque la polifonía –manejada con maestría- permita encontrar regencia incluso en la relación de tío Juancho con Leticia, o en la de –ahora sí, el fantasmagórico- Don Ramón con Matilde (y con el abuelo...). 

  Hablaba de Celeste, es que este complemento se devela –hacia el final del relato- con una identidad dual, típica -citando un ejemplo- en héroes de cómic: nos enteramos –por Leticia, finalmente la felicidad- que se llama Virginia, y resulta ser hija de aquel hombre que Leonardo conoció en la playa, un sujeto medular en su historia, tanto como su propia familia. Aquel pescador misterioso, escondido en el silencio, se constituye en el rostro de Dios atrayendo al protagonista en dirección al cambio, enviando a modo de anzuelo a Celeste, un pedacito de cielo en la tierra –lo cual no podría representar Virginia-. ¿O es el deseo del propio Leo quien la convoca? ¿No es, en cierto modo, su hija quien termina –con perdón del término- pescándolo, lanzándolo a este nuevo mundo pleno de conjuros, ensueño, secretos y anhelos? ¿No es él (el pescador) de quien dice “claro que si ese pescador podía hacer navegar, desde la playa y contra las olas, un barquito de vela que arrastraba un largo espinel hacia lo hondo, muy bien podía saber acerca de otras cosas que tuvieran que ver con el mar”, y no es también él su maestro, casi paternal, particular, silente, carente de palabras? Dice un sabio hindú “si la palabra es eficaz, cuánto más lo será su origen”. Este parece ser el caso, y también el de la caracola,  la cual -casi sin emitir sonido- este ´segundo padre´ le enseña a escuchar. 

  Regresemos a Celeste. Además de encarnar la dualidad -masculino/femenino, cielo/tierra, espiritualidad/materialidad, magia/razón en el orden que se prefiera- ella es, efectivamente, la –y vuelvo a disculparme - carnada de nuestro astuto pescador. Conduce a Leonardo hacia su interior, volcándolo resuelto –destilado, poco a poco- al exterior (lo divino manifestado) -párrafo aparte, existe a mi juicio un alto valor simbólico en la llegada de todos al roquedal, la baliza y la reunión de las tres familias-. Constituye Celeste, por ende, entre picardía e inocencia, el momento de transformación identitaria de Leonardo, el catalizador de la reacción. ¿Pero quién es Virginia? 

  Virginia conoce los sinsabores de la vida, es una niña triste, melancólica, tal vez aislada en la realidad; Celeste, la heroína, llega deshaciendo penas con su encanto y Fe. A fuerza de creatividad despeja las sombras, armada de imaginación, fantasía y diversión. No olvidemos cuales son los ingredientes del sortilegio final –más allá de la lagartija y los huevos, asimismo alegorías-: Diana, pureza; Fernando, la fuerza; Leonardo, valentía y sí, Celeste, lo divino. Y este parece estar conducido por tres instancias superiores, el Maestro pescador, el abuelo y Don Ramón.

  Sin embargo y retomando, resulta la niña, a la par, causa del deseo –¿o es efecto?-. Este irá a dar contra la realidad –una forma de pulir nuestras herramientas-, la imaginación contra lo fáctico, y la lagartija se constituye en el animal simbólico del hecho, representando la aparición –a hurtadillas, en puntitas de pie- de este sentimiento, urgente en el protagonista. De cualquier modo, el deseo es normal, incluso deseable: el espíritu debe hallar un cauce saludable en la materia, el cielo ama la tierra, ambos son uno. Y también Celeste/Virginia, por qué no, representa esas dos facetas tan habituales, destacas,  en niños de esa edad, pasaje (no tan) sutil entre la inocencia, -ignorante de contratiempos- a la sensualidad y el dolor, conduciéndolos desde lo inmaculado hasta aquello manchado por la dureza del mundo -el incendio, la enfermedad de Mario, los secretos de los mayores, las ambiciones, los amores que empiezan a ser o no ser-. La idea se aleja así de la cosa, el silencio es herido por la palabra, lo eterno muta en fugaz. 

  Podemos ver como el autor usa ingeniosamente -cruzando significados- los nombres de la pequeña: es Virginia –virgen, doncella inmaculada- quien sufre, paga el costo de la realidad, y Celeste –cielo, firmamento, aspiración divina- quien, gracias a un sortilegio terrenal -¿pregunto, en el fondo, se trata de una trampa?- logra evadirse o modificar la misma. ¿No es interesante esta dualidad? ¿O será Dios quien responde a la Fe evocada por el sortilegio? –recordemos, “no está de más rezar”-. 

  Queda ´en el tintero´ conocer a Celeste/Virginia al detalle, ¿cuál será el sortilegio que oculta? ¿Reencontrarse con Leonardo? ¿Realizar la conjunctio alquímica? ¿(Re)Unir a estas tres familias? ¿Qué y/o quién provocó el siniestro? ¿Cómo era la vida de todos en La Miralejos? Queda claro; ella –Virginia- precisa ´otro yo´ –tanto como Leonardo- para, cual Batman, El Hombre araña o mejor, La mujer maravilla, transformarse en superhéroe –heroína- y encausar la realidad -¿o quizá solo necesite reforzar su fe?-. Entretanto Virginia, atrapada en la melancolía citada, buscando algo que ha perdido, tal vez aparezca más cercana a la tía/bruja de los médanos que al éter sugerido en su nombre; y aun así, es la desgracia el móvil para convertirse, recuperarlo, porque ella misma cuenta “solo cuando me llamo Celeste puedo hacer estas cosas”, reuniéndose en esa lista con Peter Parker, Diana de Temiscira y Bruce Wayne; grises hacia afuera, héroes en secreto. Celeste toma los poderes –del cielo, con lo que esto significa, hasta su trenza puede tener una connotación simbólica- para dotarse ella misma -y a su ´amigovio´- de un alma sensible y osada, otra mirada, del don, el cual todo héroe necesita para llevar a buen puerto su labor. La niña permite a ambos borrar los límites, confiar en la magia divina y expandirla en este mundo. Celeste ´vive´ dentro de Leonardo, solo debe desenvolverse, desenrollarse. Y tal vez sea por eso que su padre le dice a Leo, cuando pregunta si pescó algo: “¿Tan pronto?”. Lo divino necesita tiempo de maduración, un anciano que marque el paso (un relojero, ¿el abuelo?), un Maestro (el pescador), y la ayuda espiritual (La Miralejos); utiliza como soporte el sortilegio, un acto de Fe exteriorizado más que brujería, o a la caracola, una forma de contacto con la propia intuición, el inconsciente, el propio deseo, o el mismísimo Dios. Y aun así, todo esto necesitará, a futuro, para concretarse, de Virginia. Celeste es un traje, una máscara -¿recuerdan la película con Jim Carrey y Cameron Díaz?- reuniendo y potenciando lo disperso. Quizás hacia adelante el conjuro termine, y deba ella continuar adelante por el río de los sueños –con sus luces, con sus sombras-.

  Que el agua nos lleve entonces en dirección al resto de los aventureros. No puedo dejar de subrayar, además de Matilde, Laura y Leticia –fortaleza en la batalla, victoria y felicidad respectivamente-, la presencia de algo/alguien, observando, la estancia (y Don Ramón), ese nombre sugerente, encerrando en sí un misterio mayor a la diferencia de clase social –requeriría otro estudio la temática colectiva en la obra-. Y no lo digo en desmedro: allí se resuelve, en cierto modo, la novela; es dónde confluyen sus líneas de fuerza. Lo mismo merecería análisis exhaustivo cada una de las apariciones de aquella misteriosa familia; su break, tirado por dos briosos caballos blancos -¿reminiscencia de El carro?-, ¿no es la versión mejorada de la balsita que arrastraban Leo y Fernan a la laguna?, la repulsión maniática al sol, ¿de qué nos habla además de la diferencia en su estatus?, su amiguita enferma de asma, ¿no es un símil de Mario?, la criada y demás, ¿no son todos temas que podrían llevarnos varias páginas de interpretación y análisis?

  Seguimos navegando; párrafo aparte merece la tía de Virginia, la bruja. Mujer recóndita -¿oscura, entraña el inconsciente?- quien -ejerciendo la deducción en sus marcas de hollín- quizá sea responsable -al menos, partícipe necesaria- de aquel siniestro que dejara a esta familia en la calle. La tía de Virginia y sus perros imaginarios, esa vieja de fealdad exagerada por los niños, viviendo en un rancho de barro, detrás de cortaderas -sugestivas de corte en la vida del protagonista- y rodeada de gallinas cacareando todo el tiempo -¿el ruido de la mente?. Esa tía -¿tiniebla, pasión desenfrenada, miedo o el deseo bajo su peor rostro?- mentirosa, ocultando ese Celeste a Leonardo. No hay mayores referencias, se hace difícil enmarcarla mejor. Sí, cierto tipo de confirmación que es ella quien transmitió algunos sortilegios a Celeste. Sí, que tiene algo más por revelar, además de ser una presencia infundiendo temor en los pequeños.

  Y hay mucho más, obviamente: el Tío Juancho –quien nombra a Leonardo ´comandante en jefe´ de sí mismo, ¡ya que con ellos no iba nadie!; el enamorado de Leticia-, la Tía Adelaida –voz de la sensatez material en esa familia- o el tío Mario -sujeto disparador de los eventos; voluntad marcial (su hijo, él) enferma, hasta que Leonardo logra completar su viaje- y demás personajes adornando simbólica y siempre significativamente la obra de Emil, acercando luces a la misma. No olvidemos a Don Javier, casa nueva, ¿o no es él, parte de La Miralejos, quien facilita los caballos –la energía vital/sexual- a Leonardo y Fernan para ir y venir en pos de sus objetivos? ¿No es una casa nueva  dónde llegan (todos) al finalizar su travesía? ¿La casa nueva, no es también de Celeste, hasta de Leticia? Las conexiones son profusas, dejo simplemente una punta del hilo para avanzar el análisis.

  Por supuesto -hice alusión en varias oportunidades- las locaciones resultan personajes trascendentes. Tanto la playa como las casas -me refiero a la suya y a “La Miralejos”, la del incendio, la de barro, aquella del roquedal, los campos de la estancia- son vertebrales. Estos enclaves tienen ´vida propia´, definen los acontecimientos, evidencian adentro y afuera, nosotros/los otros, trazan una especie de ´campo de los sueños´ extendiéndose entre ellos. Es la playa la vida que, como huellas en la arena, transcurre hasta desaparecer a lomos del viento. Esa playa “se extiende más allá de la vista”, una casa de la que se habla como algo lejano, ajeno, extraño, y la propia, sentida, añorada, íntima, de propiedad en cuestión -¿el cuerpo, la existencia?-. Estas locaciones se encuentran dentro de Leonardo mismo -y de los diferentes niños/adultos que van a vivir los eventos- definiendo –junto a la de Celeste, la de su tía y demás- un triángulo locacional cada vez. 

  El asunto será unir todo en un conjunto coherente, funcional en su sentido elevado, lo que hace de un joven, adulto, alguien que interioriza los sucesos vitales y le da un orden al caos -aunque mas no sea precario-, cierta lógica o mejor, abarca, comprende esa sucesión de sombra y luz, calesita de la que Leonardo siente “estar en el centro”. La vida, el drama (más cerca), la comedia (de lejos).

  Llegamos, finalizando, al sujeto/objeto de la Gran Obra: Leo, nombre muy bien escogido para una novela de aventuras infantiles o juveniles, nouvelle que aborda -entre otros temas- el desarrollo del ego, y si consideramos su etimología -“valiente e intrépido como un león”- el nombre cierra completamente.  

  Sin embargo, entiendo, esta definición se ajustaría hacia el final del desarrollo, ya que dicha característica, apenas incipiente, debe florecer. En principio, y si bien no especialmente tímido –aunque un poco en su relación con las niñas-, parece inocente, con un mundo interior exuberante, inexplorado, ´en proceso´. Es notorio su componente intelectual, a momentos enfatizado por García Cabot en cada suceso, cuando lo exhibe sopesando situaciones, midiendo consecuencias, masticando contratiempos, hablando consigo mismo. Quizás esto vengan a enseñarle Celeste, La Miralejos, su troupe y el mismo primo: la intuición, esa voz que dice “hazlo; y si tienes miedo, hazlo con miedo”. La presencia de Dios. La voz del silencio. La verdad.

  En un principio no parece especialmente imaginativo nuestro héroe, aunque desde ya, es un niño y tiene su dosis alta de fantasía e ingenio. Sin embargo, no posee un pensamiento mágico en el sentido Celeste. Se verá dubitativo, no particularmente creativo, sin contar la carencia de algún tipo de don especial. De hecho, aquí yace escondida una de las mayores enseñanzas silentes de la novela: no hacen falta superpoderes para ser algo/alguien en la vida, solo eso, Ser. Ser es un superpoder. Ser es ese regalo escondido, aguardando desenvolverse.

  Leonardo, decía, es lúdico a secas, a modo masculino -quiero decir, prevalencia de potencia corporal, ¡también existe en la mujer!-, aventura física por sobre sensibilidad -aunque la posee, y es una de sus cualidades ocultas-, lo cual queda bastante en evidencia por la dualidad de sus amigos cercanos: Fernando -a quien se parece al principio-, ´bruto´, con un dejo de ´maldad´ , tanto que intenta evitar contarle de Celeste porque claro, ¿qué podría decir él de semejante compañía? Al otro lado ubicamos a Celeste/Virginia, sensitiva, toda esa casa nueva abierta al encanto. Una parte herida, y sin embargo dulce felicidad, un brote de ternura al lado de una incipiente sensualidad, una relación que intenta no confesar incluso a su abuelo, un costado secreto, que poco a poco desarrolla, hasta estallar pleno en la escena del roquedal. 

  Son las heridas, las sombras, el suceso de su tío y las diversas situaciones encadenadas, las que van quitando de él las rugosidades, desnudando esa faceta intuitiva, modelando la obra de arte (él mismo), corriéndose del extremo intelectual –prever, calcular- hacia un mundo en el cual Celeste va a iniciarlo, lleno de sortilegios y maravillas escapando a control, un espacio celestial, de luz...Pero ya es tiempo. Debemos volver. Dice el abuelo “no debemos abusar de los baños de mar, o su efecto se volverá contraproducente”. La vida se vive aquí y ahora. 

  Ha pasado tiempo desde aquel viaje. Y tal vez, sea cierto: la caracola quizá no diga nada, o sí, susurre “algo parecido al mar pero que no es el mar”: lo que deseamos escuchar. ¿Decidimos creer, tener Fe? ¿O diseccionamos la existencia con el bisturí de la razón? 

  Espero se me permita alejarme de la autopsia a la hora del análisis. Distinguir sí, desmembrar el alma del autor, tal vez sea deseable que no. Decido creer, tener Fe, confiar, empatizar, ayudar, valores por demás importantes para la vida. Decido Ser, ni más ni menos. La semilla contiene un árbol que contiene un bosque. Nuestros maestros –el abuelo, el tío, el pescador, La Miralejos, esta historia- son un faro de esperanza, un tutor, la seguridad de que todo va a estar bien. Afuera (adentro) hay “sombras, aunque sea un día luminoso”, pero siempre “es un buen día para alquilar un caballo”.  

  El hechizo nos aleja ahora de la niñez, inflama los corazones, sopla del este. Psicológicamente seremos adultos; dentro, eterna juventud. Las imágenes poéticas de La caracola y los sortilegios corren a mi mente asistiendo esta plácida labor, propia experiencia de una infancia veraniega ´costera´, añorada: 

  “Ir a buscar las lagunas que se formaban detrás de los médanos después de las lluvias, los nidos de teros ocultos entre las cortaderas o las lagartijas que abandonan sus refugios bajos las piedras y las matas de yuyos para salir a asolearse”, o “…la encontré haciendo bonitas figuras de arena en la orilla” y, para finalizar, una escena preciosa, “…Y por fin montado en Pipo, siento que el viento me da en la cara con todas sus fuerzas. Don Javier, el puestero, y su casa y cuanto la rodea: las gallinas y los perros…, me dan la impresión de haberse empequeñecido de golpe…Y me parece mentira que con solo ir por el camino o a través del campo sin tocarlos con los pies, pueda sentirme más cerca del cielo”. Vuelvo. Anclado (Zoraida) a la introspección, esa sensación de arena, sol y mar, playa desierta, mundo mental en quietud ante la soledad, paz, me parece sumamente bella. 

  Ahora, recorriendo el camino de regreso, me pregunto: ¿será posible conservar ambos? Amor sensual, amor divino, digo. Veamos: “Y ahora sí: una sola mirada entre Fernando y yo y nos ponemos a saltar como locos, mientras el recuerdo de todos nuestros juegos pasa aceleradamente por mi cabeza. Ya me veo con él en la laguna y saliendo a caballo; ya me veo explorando los médanos y tirándonos bolas de arena o empujándonos hacia el mar, a ver quién le hace dar a quien el primer chapuzón y en cuanto salga del agua la primera trastabillada, y el consecuente revolcón que lo deje como empanado de pies a cabeza”, ¿o será definitivo en el curso de los acontecimientos el ´beso de amor verdadero´ de Celeste? ¿O los dos son, finalmente, verdaderos? “Su papá la ayuda a subir las primeras piedras…Luego soy yo el que le da una mano a Celeste. Fernando prefiere quedarse con el pescador.”

  Me resta agradecer el encuentro con esta obra. Emil García Cabot nos ilustra muy hábil, sutil y amorosamente virtudes imperecederas; pone sobre aviso ante la aparición de nuestros deseos como brasa ardiendo en un campo seco; las primeras frustraciones, los temores, el contacto con la muerte y la irreparable pérdida de la inocencia infantil, empujándonos a la aventura de la vida en general y la adolescente en particular. Podemos sentir la ansiedad por el encuentro franco y desnudo con la mirada del otro, la aparición tímida de lo sensual/físico, ¿de qué modo podremos mantener vivo el juego en el tiempo, como gestionamos el ansia junto a la amistad o el amor? 

  Son muy hermosas las imágenes con su abuelo, tíos, la relación con la autoridad y el respeto hacia los adultos, la necesidad del niño de contar con guía y compañía, alguien que le garantice ese mundo “de fantasía”, la patria infantil -en verdad muy real- será sostenida por esos vigías, garantes de “todo está bien” que son –o deberían ser- los adultos. Son ellos quienes quedan como ejemplos a seguir, luces alumbrando nuestro camino, respaldo a la hora de enfrentarnos con la vida y sus conflictos. 

  Y si bien no se podrá congelar la existencia en la infancia, siempre podemos guardar los recuerdos y recrearlos de otro modo, rescatando el ejemplo de quienes nos han llevado de la mano al plus ultra de la vida, mostrando ese lugar “donde se puede saber muy bien lo que son el agua y la arena, el sol y la sombra”, tan lejos, que transmutan en risa los sinsabores compartidos, y las lágrimas en sal, espalda con espalda, corazón con corazón. 

  Somos héroes -todos nosotros -, niños con máscaras de adultos, caretas notables cuando éramos pequeños. Eso parece decirnos esta novela de aventuras y esperanza. Nadie que lea ese final o recree en su mente la imagen del momento en que nos acercamos la caracola al oído, podrá dejar de pensar (escuchar) el susurro, en el cual podemos entrever el eco  de la memoria, la llamada del niño interior, quien ante la tempestad enarbola su Fe y no se doblega. Ese niño pide a gritos la presencia de la magia que nunca debimos perder, porque nunca muere; vive dentro junto a la diversión y la aventura. Siempre podremos regenerar la alegría, mirar la vida con ilusión y esperanza, y confiar en que, mediante un pícaro y secreto sortilegio, esos veranos en la playa no terminen jamás.

  Retiro la caracola del oído; el silencio protege un abismo, el mío. 

  Cuenta la sabiduría oriental –siempre la leyenda- que las caracolas albergan, en el espacio creado entre sus extremos, al vaivén de la mente cósmica. El vacío se mece eterno, profundo como el océano. 

  Alejo la caracola de mi oído. La voz inconfundible de Las mil y una noches abriga el verbo perdido, extraviado por los constructores de Babel; se lleva el perfume de las especias, el escape urdido por Hansel y Gretl, la figura de “un señor amarillo, panzudo y pelado” quien, junto a un viejo pescador de hombres, deja ir el barquito de vela hasta fundirse con la luz, más allá. ¿Qué importancia tuvo el resultado? ¿Cuál es la medida del  éxito? Victoria y felicidad sonríen paz interior, o no se tienen en absoluto.

  Apago el velador, me arrodillo y, tanteando el anaquel que está a la cabecera cuento nueve libros desde el borde. La biblioteca es el corazón, ahí yace -hasta hoy- mi caracola. La bruma protege nuestro secreto. A lo lejos, en un sitio improbable donde se tejen los sueños, resuena el eco de mi infancia, rapsoda en el argos navegando -siempre navegando- las aguas de un océano inabarcable. 

  Tal vez eso constituya el triunfo, regresar desde las arenas de la larga orilla del recuerdo, confín donde el mundo se disuelve, último horizonte yaciendo en el rigor del silencio, resguardando al imposible. Y más allá la baliza, el roquedal.    

  Es hora. He vuelto. ¿Recordaré el sortilegio? ¿Podré conseguir mantener aquellas figuras en la arena? 

“…aún hoy, no obstante el tiempo transcurrido desde aquellos inolvidables días en la casa de la costa, la caracola continúa en su sitio…Y no sólo conserva intactos su terso colorido y el perfecto acabado de sus formas, sino también aquella voz, aquel cavernoso ´¡Ooooh!´…que esté yo triste o alegre, ansioso o desganado, y cualquiera sea el interrogante que me lleve a escucharlo, invariablemente me revela algo de mí mismo”

  


El sábalo, asustado,

se sacudió enterito

y las escamas saltaron

al lomo del corderito

El sábalo, ahora desnudo,

se puso a temblar de frio;

y el cordero, compadecido,

con la lana le hizo un vestido.

Si no los lleva el viento,

los llevará la marea;

y si no me cumplen pronto,

se quedarán en la arena:

Una gaviota con pelo

y un gato lleno de plumas;

un cordero con escamas 

y un pescado con lana.



Conócete a ti mismo. De profundis.


………..


No hay comentarios:

Publicar un comentario